Avellaneda, 4 de agosto
de 2012
Devolver la Imagen y la Historia
a quien pertenece siempre fue mi premisa en los siete años de trabajo que llevó
la realización de Mal del Viento. Atravesando esa única certeza, volví a
Misiones en busca de Leonarda y Crispín y de alguna respuesta a la pegunta más
grande, la que no deja de darme vueltas en la cabeza cada vez que pienso en
agarrar una cámara: ¿para qué representar la realidad? Las horas de errar por
el monte en busca de ellos hicieron la pregunta cada vez más intensa, más
necesaria. En el camino, los debates apasionados en las proyecciones de Buenos
Aires y la programación en festivales internacionales aparecieron con más
claridad que nunca como la puesta en escena del imaginario social sobre la importancia
del documental, la autoconfirmación del valor de su existencia y la indulgencia
respecto a ese mundo histórico representado. Pero frente a Leonarda y Crispín,
la película no podía más que presentarse desnuda, escindida de su status
conferido en el mundo occidental y cosmopolita. Y en esa proyección, lo que se
puso en escena fue el dolor: el del recuerdo de un pasado que volvía para abrir
las heridas, el del reencuentro con un presente que perpetúa la misma opresión,
el de un reclamo de asistencia inmediata, el de no encontrar respuesta a
aquella pregunta persistente. Frente a ese abismo, la imagen emergía impotente,
incapaz de transformar una realidad dolorosa que se materializaba nuevamente en
el acto de mirar. Como un espectro del pasado, la imagen volvía para reavivar
el dolor, volverlo actual y encontrarse con un mundo que seguía gritando –en
sus silencios- la misma resistencia a la dominación. Y entonces ahí, frente a la pantalla
doliente, descubrí la función de esa
imagen y el sentido de mi mirada. La
película ya no vagaba en busca de una respuesta que sosegara la angustia de la
representación del dolor de los demás: junto a Leonarda y Crispín descubrí que esa realidad dolorosa también me atraviesa;
que detrás de la argumentación, del discurso, de la narración, de las formas,
sigo escuchando mi respiración pegada al lente de la cámara, sigo presintiendo
mi pulso en el movimiento sutil de cada plano. Y me reconozco cada vez que
Julián mira a cámara, porque esa mirada se dirige a mí, porque es sólo un
efecto de la representación creer que se dirige al lente, porque me devuelve mi
propia mirada y mi presencia en ese letargo constante, porque me recuerda mi
cuerpo también sufriendo el encierro y mi grito ahogado y mi silencio, que
suena igual al silencio de Leonarda y de Crispín mientras miran a su hijo en la
pantalla. Entonces ahora sé que la película no se trata del dolor de los demás,
sino de ese dolor que también es mío; y pienso que quizás, lo único que la
película puede hacer es volver propio el dolor para cada uno, hacerlo carne en
cada mirada, doler en cada proyección, hasta que el sufrimiento sea tan grande
que ya no pueda hacerse otra cosa más que cerrar los ojos o cambiar la
realidad.
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